El término invierno nuclear se ha popularizado en los medios y redes sociales al encenderse la alarma sobre una eventual confrontación nuclear entre Rusia y Estados Unidos y sus aliados. Después que Putin, en el contexto de la guerra de Ucrania, advirtiera sobre el poderío de los misiles supersónicos rusos, que serían muy superiores a los occidentales, creció la olvidada preocupación sobre las consecuencias de una guerra nuclear a gran escala.
En el hipotético escenario de una guerra de esas características, el invierno nuclear sería tan o más devastador a nivel global que la contaminación radioactiva, tanto para la continuidad de la civilización como para la de la misma especie. Como se ha dicho con frecuencia, sería una guerra sin ganadores.
La primera noticia pública sobre un posible invierno nuclear fue la de un artículo publicado en 1971. En ese momento causó gran revuelo entre la comunidad americana de climatólogos y modelistas de la atmosfera, especialmente después que algunos de ellos fueron contactados por agencias oficiales. Lo que éstas pedían es que se estudiara el asunto mediante el uso de modelos de simulación de la circulación atmosférica. Yo estaba entonces en la Universidad de Michigan y vi como el tema era habitualmente discutido en reuniones sociales. Después, el progreso en los medios de computación y en los modelos de simulación de la atmosfera permitió que el tema fuera analizado por varios autores en distintos momentos, comprobando las posibles graves consecuencias en el clima global.
El invierno nuclear se produciría por la dispersión de gases y partículas en la estratósfera como consecuencia de miles de explosiones atómicas en pocos días. Este material se mantendría suspendido por meses reflejando la luz solar al espacio exterior y oscureciendo al planeta por algunos meses, tiempo suficiente para que se generara una glaciación global que podría durar por siglos o milenios. Esta glaciación ocurriría por la retroalimentación entre las superficies heladas que reflejan gran parte de la luz solar al espacio exterior, las bajas temperaturas de la atmosfera y la captura del dióxido de carbono por los océanos que al reducir su contenido en la atmosfera disminuiría el efecto invernadero actual..
El impresionante arsenal nuclear es una pesadilla latente al que la comodidad psicológica y el acostumbramiento han llevado a que no sea recordado como se debiera. En 2017 había en el mundo unas 10.000 bombas nucleares activas, esto es listas para su uso. Rusia contaba con unas 5500 y Estados Unidos con 4000. Francia, China y el Reino Unido tenían menos de 300 cada uno, pero en cada caso con un poder suficiente para destruir a cualquier oponente. Desde entonces, las verificaciones entre los signatarios del Tratado de no Proliferación de Armas Nucleares fueron más problemáticas. Pero aunque se mantuviera aproximadamente el mismo arsenal, 10.000 bombas, cada una mucho más destructiva que la primera arrojada en Hiroshima, tienen sobrada capacidad para destruir el planeta como hoy lo conocemos. Aunque, la vida en algunos sectores de la Tierra pudiera resistir la contaminación radioactiva, seguiría una glaciación global en la que la humanidad podría no sobrevivir.
Comentario por Dr. Vicente Barros
Director del Observatorio Ambiental y del Cambio Climático